miércoles, 14 de noviembre de 2007

Capítulo 1


“Buscarán la verdad para su desgracia y,
habiéndola encontrado,
desearán no haber nacido...”
Oraas Harzhent; De los Aborrecidos y Dueños.
Amberes, 1345.




El color de las berenjenas maduras es lo único que quedaba impreso en su mente, como el vestigio de una agria destrucción; la esencia sutil y fugaz de un recuerdo que merodearía, junto con tantos otros, en sus noches de insomnio . Un cadáver siempre era un cadáver, pero todos se amontonaban, contumaces, en el filo de sus pesadillas, y esas grotescas visiones, la mente, las hace suyas para siempre.

Hablarte de Joaquín Andrade es volver a revivir aquella turbia historia una vez más, rondar en sus pensamientos, deambular entre sus noches de desaliento, como un fisgón entrometido, y no sé si tengo derecho a ello. Quieres que te muestre los detalles, tal como fueron, que te cuente cuáles fueron sus pensamientos, sus vivencias, pero obvias que me pides que indague en unos recuerdos que he tratado, todo este tiempo, de enterrar en lo más profundo de un trastero de vivencias que no logro desterrar de mi mente.

Aquella noche era una más de tantas en las que la madrugada se lo traga a uno en cualquier calle desolada de la ciudad; la bruma y la oscuridad son buenos amigos de la tragedia y la muerte. No podría decirte ahora mismo qué noche, de entre tantas, fue ésta en particular; hace tiempo de esto y me cuesta rescatar las imágenes de entre los escombros que trato de abandonar en cualquier sombrío solar.

Le recuerdo allí, al pie de la escalera del hospital, sacando del bolsillo de su abrigo el paquete de camel; por un momento su rostro se incendió con la llama del mechero para, un instante después, deshacerse en la oscuridad de la noche. Echó una bocanada de humo densa, con ansia de deshacerse de aquellas volutas de platino que hilvanaban sus pensamientos. Miró alrededor, empapándose de la frescura que la madrugada olvidaba sobre su rostro; él siempre detestó el sofoco de los hospitales, y estoy seguro que trataba de buscar en ella un alivio a la opresión que ejercen los ambientes que tratan de ser camuflados entre la peste de los desinfectantes.

No sabría decirte si esta historia tiene su comienzo en este mismo instante, pero sí que es el más vívido en mi memoria; quizás fuera en ese preciso momento en el que mi subconsciente captara el inicio de un proceso irreversible. Siempre hay algo en el interior de uno mismo que va delante de los acontecimientos, ese sexto sentido, esa intuición que todos tenemos pero la que sólo unos pocos son capaces de apreciar; no te digo que yo sea uno de esos, ni que algo dentro de mí estuviera avisando de lo que iba a acontecer, pero, reflexionando muchas veces entre las sombras de mi dormitorio, he llegado a la conclusión de que, de alguna manera, una señal de alarma estaba ya encendida.

Lo que sí que recuerdo era la hora: las tres y media de la madrugada; ambos miramos el reloj al unísono, quizás con el mismo gesto de desgana. El asesino había puesto fin al caso con su suicidio. El fin... El fin de todo siempre se reduce a la muerte. Este pensamiento rondaba últimamente por la mente de Joaquín Andrade. No era algo que comentara conmigo de manera habitual, pero siempre dejaba escapar algún comentario de forma más o menos descuidada, como si quisiera ir dejando rastros que se pudieran ir hilvanando al final de toda esta historia; y aquél fue uno de ellos: “El final de todo siempre se reduce a la muerte”. He de reconocer que en aquella ocasión no lo tomé en serio; pensé que era una más de esas frases que Andrade escupía entre dientes después de haber sido rumiadas entre los silencios de sus reiteradas ausencias; sin embargo, he de reconocer que me equivoqué, que no supe ver las señales a tiempo, sólo ahora, desde la distancia, comprendo que fue un momento importante que mi subconsciente captó de manera indeleble. Creo, como ya le dije anteriormente, que es por este motivo por el cual mi mente guarda tan fielmente la escena.

Andrade miró al cielo, oscuro, asfixiado en una luminiscencia ambarina. En aquel momento no lo podía intuir, pero ahora lo sé: estaba pensando en Marta. Estaba allí, detenido al borde de las escaleras; chupó otra calada del cigarrillo y comenzó a bajar los escalones.

Caminó por la acera cercada de setos húmedos hasta que, entre unos árboles que se hallaban en frente, divisó su coche aparcado. Anduvo hacia él, despacio, parecía que el aire frío le devolvía el sosiego perdido entre los muertos.

Yo sé que a Andrade siempre le gustaron las madrugadas, había algo en ellas que jamás logró comprender. Le vi muchas veces, parado en medio de la noche, cuando pensaba que se encontraba solo y que no era observado por nadie, entonces sabía que estaba siendo sacudido por ese escalofrío del que me habló tantas veces: era una conmoción que ascendía por su columna vertebral, algo a lo que nunca quiso encontrarle una explicación, sólo que le gustaba sentirlo. Y solía ocurrirle en las madrugadas. En noches de saxo de Coltrane, mientras apurábamos un último trago de whisky asomados al balcón de aquella habitación de paredes azules, Andrade me comentaba que aquel escalofrío era aún más intenso, algo que le producía un inquietante placer que ascendía desde su esfínter hasta la nuca, en oleadas pulsatorias que erizaban el bello de sus brazos.

Terminó de apurar su cigarrillo y se introdujo en el coche. Ahora sí que le podría asegurar que seguía pensando en Marta: había sido injusto con ella, de esa manera en la que sólo Andrade sabía ser injusto con alguien; en realidad llevaba haciéndolo desde el día en que la conoció, pero, al fin y al cabo, quién pide conocer a nadie. A su mente regresó la imagen, embadurnada con el color de las berenjenas maduras, de la cara del muerto, y su rostro dibujó con desagrado tal visión. Recordó cómo observaba el médico el cadáver de aquel cabrón, con una especie de gesto misericorde, sí, lo recuerdo bien; su mirada no habría sido tan piadosa si hubiese estado, hacía apenas unas horas, viendo el cuerpo degollado de aquella pobre chica. Aquel cuerpo mutilado aún guardaba en su desfigurado rostro el horror de quien, en un instante último de lucidez, comprende que está muriendo ahogado con su propia sangre, mientras ésta se precipita desde una traquea abierta al mundo que gorgotea espasmódica, invadiendo los bronquios, anegando los pulmones; y con esa mirada... esa mirada que tuvo, sin duda, que contemplar cómo sus vísceras se iban desprendiendo del vientre quebrantado violentamente, esa mirada que permaneció congelada, como en un fotograma fantasmagórico, en un último gesto imposible de olvidar. ¿Y el olor? Si ese médico se hubiese impregnado de semejante tufo a matadero, a carne fresca que cede su humedad al aire corrompiendo el ambiente; a sangre huida, insultante, violenta. ¿Sabe?: es un olor que una vez se huele, ya no se puede arrojar de tu mente; se adhiere a tu ropa, a los zapatos, a la piel, al pelo; pugna por persistir en tu pituitaria mucho después de haberse uno duchado una y cien veces. Sí, ya lo creo, si ese médico hubiera presenciado todo aquello, seguramente, no habría mirado ese cuerpo con ese falso gesto compungido. Después de todo este tiempo comprendo que ahora estoy de acuerdo con Andrade; ¿Sabe una cosa? Su mirada habría sido de odio...

Pero Marta llamaba a su puerta... Era más fuerte la imagen de ella que toda esa basura de sangre y muerte; y lo era porque ella salió atropelladamente de aquella pesadilla de horror por su culpa, por su maldito carácter, por esa manía que tenía Andrade de cargar sus propias culpas a espaldas de los que le rodean y, créame, sé de lo que hablo. Oh, sí, él tuvo que recriminarle que hubiera estropeado el lugar del crimen, humillarla delante de todos después de que la pobre echara la pota entre tanta mierda. ¡Joder! ¿Y quién no habría echado la pota ante su primer escenario? En fin, después de todo esto, créame, Andrade estaba jodido. En el interior de su coche, esa noche, él pensaba en Marta y le pesaba haber patinado de esa manera. Veía su ojos entre el parabrisas del coche, como pequeñas lunas de basalto flotando allá afuera, sobre la M-30. Andrade siempre decía que, ante una mirada de odio, todo es más fácil, pero, aquellos ojos, los de Marta, fueron ansiosos, suplicantes, de esos que aúllan implorando una explicación.

Bueno, usted me preguntará qué hacía Andrade saliendo de aquel hospital esa noche. Había llamado Teo -Teo es un ayudante de la comisaría...-, le comunicó a Andrade que habían recibido una llamada del hospital: un intento de suicidio frustrado; la documentación del tipo correspondía con el nombre del que había llamado aquella mañana a la misma comisaría denunciando que había matado a su novia: André Martí se llamaba el muy cabrón. Marta no sabía nada de aquella llamada; eso fue después, cuando ella se fue de aquel piso. Andrade quiso darle tiempo y la dejó respirar. Después de dos meses como compañeros era ésa la primera vez que en realidad pudiera preocuparle cómo se encontrase ella, para él, antes, Marta no había sido más que un morral lleno de piedras. Es por eso por lo que decidió acudir solo al hospital evitando a Marta el tener que enfrentarse a otro muerto y a más miseria. Sí, otro muerto, porque cuando Andrade llegó al hospital aquel asesino había fallecido.

Todavía puedo verle aquella noche, conduciendo de manera inconsciente hasta la calle donde vive la subinspectora; las luces de las farolas iban alumbrando las cavilaciones de Andrade acerca de aquel maldito caso. Cuando llegó no encontró luz en ninguna de las ventanas, era muy tarde y debió pensar que quizás estaría durmiendo, aún así tomó su teléfono y la llamó, pero su teléfono estaba “apagado o fuera de cobertura”. Allí, entre la bruma, sumido una vez más en sus cavilaciones, divisó un bar de copas.
Quizás, terminar la noche con un último pelotazo de whisky no era la manera más ortodoxa de acabar el día, pero, a quién coño quería engañar. Allí mismo sintió aquel escalofrío cabalgando por su espalda mientras se escuchaban sus pisadas huyendo a lo largo de la calle. Hacía frío, mucho frío. ¿Sabe?, siempre hace frío en esas jodidas madrugadas de Madrid. Se detuvo un momento a medio camino hacia el bar, permaneció unos instantes inmóvil; sacó la cajetilla de Cámel y prendió un pitillo. La noche se tragó la nube etérea que emanó de los orificios de su nariz. Le recuerdo allí, parado en la acera de hojalata, fumando, empapándose de noche, envolviéndose de bruma gélida, tratando de acallar su mente tarareando “Fly me to the Moon”. Andrade siempre intentaba acallar su mente cuando tarareaba alguna melodía de ese jodido jazz.

La última imagen de él esa noche fue entrando en el bar.

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